Ser independiente en nuestros tiempos no es una opción, es un requisito. Es casi una moda. Y claro, también, en gran parte, un beneficio. Estar bajo la sombra masculina no se ve bien, tampoco carecer de un objetivo en la vida o tener un crecimiento profesional. Sin embargo, en pleno 2023, recibo muchas críticas porque no manejo. ¡No, no lo hago! Ya tengo 41 años y soy presa del transporte público y Uber. Claro, si lo vemos desde el ámbito de la sustentabilidad, ¡perfecto! Es a lo que deberíamos apuntar como sociedad, pero, y el “pero”, es que la locomoción pública es un asco. Cada día cuando hago la combinación del Metro al alimentador, “pateo la perra”, y me autoflagelo pensando que “ya no debería estar pasando estas pellejerías”. La mayoría de mis amigas sí manejan, unas empezaron en la adolescencia y otras, entrados los veinte, pero se atrevieron en algún momento de sus vidas.
Dejando de lado que no maneje, en este momento es imposible comprar un auto (cuota, estacionamiento, bencina, mantenimiento y más), pero cuando era más factible, tampoco lo hice, porque manejar me da miedo, me da terror. Si bien me siento muy capaz para someterme a distintos desafíos, ese es uno del que no he logrado vencer o quizá tampoco tengo la real convicción de su impacto. No me veo en una autopista compitiendo con un bus o un camión. Admiro profundamente a esas mujeres que manejan micros gigantes. Hace años conocí a una auxiliar de un liceo que, a pesar de ser muy apreciada, renunció a su trabajo. Un día, a media tarde, me subí a la micro y ahí estaba ella, pequeñita, pero con tremenda personalidad. Nunca la olvidaré por su impresionante valentía.
Tampoco sé las leyes del tránsito.
Hace más de 10 años, aún casada, tomé un curso de conducir y, luego, saqué la licencia, pero solo una vez le pedí el auto, a mi entonces, marido. Anduve en plena Vicuña Mackenna, sudando y con delirio de persecución de chocar el auto. Ahí quedó toda la preparación, además, intuyo que mi falta de confianza no lo entusiasmaba para acompañarme en la travesía de manejar.
Esa falta de confianza en mis habilidades de chofer tiene una raíz muy evidente. Sí, excusa, pero lo justifica. Cuando tenía 17 años, tuve un pololo que vivía en Arica y decidió enseñarme a manejar. Después de una relajada tarde de playa, me pasó el auto. Una avenida a orilla de mar bastante concurrida. La escena: sin zapatos, pies con arena, sin cinturón y el copiloto que parecía bastante seguro. De pronto, un auto noventero grande se detiene en un lugar que no correspondía, pero lo suficientemente lejos como para detenerme. La instrucción de mi profesor fue “baja la velocidad” y así lo hice, pero nunca frené. Una vez que el impacto era inminente giré el manubrio para chocar de costado -y el daño no fuera tan grande-, pero me equivoqué y ¡Paf! Le di al auto en el foco derecho. La mujer a la que había impactado bajó furiosa, apuntándome como la responsable, aunque se lo negamos rotundamente. Y en medio de la discusión se escuchó un grito: ¡Se está incendiando el auto! Mi pololo quedó mudo hasta el día siguiente, su auto, su primer auto y sin seguro ya era pérdida total. Sólo lo escuché hablar la madrugada siguiente cuando me fue a despertar para ir a dejarme al aeropuerto. Ese fue el hito que comenzó nuestra ruptura amorosa.
Así, y constantemente, reaparece este pendiente, porque además muchos preguntan “¿por qué no te compras un auto?”, como si fuera tan fácil y accesible como adquirir un chocolate en la esquina. No me desgasto en dar excusas.
En reiteradas ocasiones sueño que conduzco y no puedo frenar, que voy a gran velocidad por inmensas avenidas, pero que me equivoco y presiono el pedal equivocado. Me desespero, sé que debería estar funcionando, pero no tengo el control.
También admiro mucho a las mujeres Uber.
Sin embargo, y aunque tenga la visión sesgada de que todas manejan menos yo, a veces hago un poco de memoria y me doy cuenta que también son varias más las que no se atreven al manubrio. Mujeres de mi edad, profesionales, resueltas. Eso me consuela. Y, de pronto, dejo de sentirme un fenómeno y paso a ser parte de un rebaño que, a pesar de que es cada vez más disminuido, aún existe.
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